La Soledad de las Bestias

 Las bestias corrían, saltaban, gritaban y morían. Ellas bebían el néctar de los árboles más jóvenes, y aún así no saciaban su sed. Escarbaban la tierra y rompían las piedras con sus propias manos. Sus dedos se quebraban y sangraban. Buscaban algo con desesperación bajo las rocas, algo perdido y olvidado. 

 Cientos de miles de bestias roían la tierra violentamente y sin limites. Las profundidades del mundo no invocaban al miedo, pues aquello que habían perdido era el último tesoro que podían contemplar. 

  Pero entre toda esa masa de brazos, piernas, cabezas y cuellos corvos, una luz emergió. Alguien había golpeado una rama de eucalipto seco contra una piedra cobriza, y el fuego se hizo presente ante estos seres amorfos y solitarios. 

 Durante mucho tiempo las bestias contemplaron las flamas. Quizás esos colores rojizos y anaranjados les recordaron la humanidad que habían aniquilado de su espíritu. Quizás volvieron a sus sueños los recuerdos de un hombre reinante sobre las bestias. Quizás recordaron a Prometeo. Quizás se vieron así mismos lejos del barro y la lluvia. 

 Pero el fuego avanzó sin control del hombre.  Las bestias solo sabían estar atónitas frente a su belleza, y se dejaron quemar, morir y consumir por las flamas.



                  


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