El que mira


En el aire se respira el miedo, la toxicidad inmunda del terror causado por el impúdico avance de una enfermedad a nivel global. Hemos quedado asilados, encerrados en nuestros hogares, silenciados de nuestras voces naturales. Nuestro oxigeno se ha vuelto el veneno nuestro de cada día, y nuestro techo se convirtió en nuestra jaula, en nuestro campo de concentración psicológico. 


Estamos solos, siguiendo órdenes. Órdenes de un jefe sin rostro, sin nombre, sin voz, sin piel; solo su voluntad. Una voluntad terrible, inmensa, poderosa. Cada paso que damos, cada decisión que tomamos está guiada, violentada por él, por un alíen, por un extraño que nos mira, nos sigue, nos vigila. Solos nos encontramos en la oscuridad, solos con este que nos acompaña.


En la amarga soledad nocturna se escucha un grito, luego un ruido agudo. En un instante, el silencio se vuelve mortal y doloroso. Después, voces lejanas balbucean frases irreproducibles. La luz se apaga y todo es oscuro. El frío se hace presente y, tomando la forma de una mano siniestra, recorre nuestra espalda suavemente hasta alcanzar nuestro cuello. Allí se queda, acariciando los huesos, la carne y la piel. De pronto, aprieta con firmeza nuestra nuca, cortando nuestra respiración. Así, el miedo penetra en nuestras entrañas y las estrangula ferozmente. Súbitamente, una luz azul-rojiza entra por la ventana, seguida de un fuerte y sorpresivo ruido. Una sirena de policía se enciende por breves segundos. El terror, criatura inmunda y oscura, carcome nuestras viseras dejándonos caer al suelo.




Nos encontramos sentados en la esquina, murmurando una frase, un recuerdo, una oración, una negación. Estamos solos, totalmente solos y desnudos frente al Ojo, que nos mira fijamente con odio.

 

   

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