A los Duendes y al Maestro

Dedicado a Cachito, gran guitarrista del Bar los Duendes, quién falleció el pasado 10 de febrero.  


   En una noche de copas y festejos, la juntada nos elevó los corazones para salir a las calles silenciosas y elegantes de la gran ciudad del sudeste de la provincia de Buenos Aires. Colmamos el camino nocturno de nuestra impropia presencia, acompañada de un caminar irregular con nombre de whisky y cerveza. 

   Habíamos celebrado el natalicio de un amigo, y su pedido de regalo fue acompañarlo a Los Duendes. Con ese destino como norte, navegamos en la nocturnidad marplatense. A mitad de camino, el cielo quebró en un llanto desesperado y atroz; quizás habrá recordado algún amor perdido en el tiempo. 

   Estábamos empapados al llegar a la puerta del pequeño bar. Cervezas, vinos y licores en las mesas acompañaban una luz tenue y cálida, de la que solo destacaba el fulgor de los ojos impacientes de los comensales. El clima era tan inusual como elegante; rostros porteños, antiguos y desgarbados conversaban con jóvenes impúdicos, curiosos y alegres. La tormenta se escuchaba lejana. El repiqueteo de las goteras se presentaba con los roces de los vasos y las rizas perdidas en el fondo.

   Nos sentamos en una esquina oscura, quizás un poco húmeda. Pedimos algunas bebidas que calentaron nuestros pechos helados; y, en un instante de miradas cómplices, el silencio se hizo presente entre nosotros. Todas las pequeñas voces de los picaros del bar se enmudecieron de repente. Los vasos ya no parecían golpetearse con las mesas. Los bruscos roces de las sillas se acallaron. La tormenta se alejó oportunamente, dejando solo un recuerdo lejano de lo que alguna vez fue el llanto del firmamento. 

    Y cuando parecía que el bar iba a quedar amordazado para siempre, una nota sutil de boca de guitarra mostró su rostro entre nosotros. A la nota le siguieron acordes, a los acordes le siguieron canciones. Canciones de una belleza argentina, que solo fue oída por nuestros abuelos o ancestros paisanos con boina en mano o cigarro entre los labios. 

   Las cuerdas danzaban entre los dedos del guitarrero. Una mano fina acariciaba suavemente la guitarra y la hacia cantar con voluntad propia. Había un aire clásico, barroco, de escuela en el estilo del intérprete, que se mezclaba con una postura joven, personal, de campo, de puerto, de puro instinto y oído. Una fusión que imponía el respeto mayor de los impropios aprendices del tango y el folclore moderno y falaz. Sus ojos tenían el porte humilde y feliz de la tierra argentina, y emanaban la música de su pensamiento que, aunque no lo crean, dictaba la nobleza de su corazón. 

   Era guitarrero con nombre de guitarra, de áspero empeño y jovial elegancia. Puede que no hubiese balada, canción, sonata que no supiera cantar con las cuerdas metálicas de la criolla de manzano; y si existiese ese nuevo destino, sus oídos velozmente guiarían a las manos a un puerto certero de armonía y arte.       

   Fue un ritual de iniciación, una ceremonia secreta, oculta a los ojos de los mortales de las calles, ahora revelada a unos pocos elegidos, que hayan tenido el desapego y la honradez de cruzar un umbral sin publicidad de diseñador gráfico. Allí estábamos, atónitos, incrédulos, estupefactos ante un sin fin de canciones de nuestra tierra, que vivían nuevamente lejos de los vicios más enfermos de los medios de comunicación. Cualquiera de los presentes podía acercarse al maestro de la guitarra y cantar con él, elevando la magia del arte nacional, si es que tenía la intención. Sin embargo, había cierto pacto, cierta tradición tácita, que impedía que algunos, la mayoría, intentara entonar notas sin permiso. Había una prueba, de algún tipo, que había que pasar para estar allí. Aunque puede que ni los mismos miembros supiesen cuál era.

   La noche parecía no terminar jamás. No deseábamos que termine. Pero todo llega a su fin. Así cómo el hombre no puede mirar directamente el sol por más de unos breves segundos; nosotros no podíamos estar ante ese mar de canciones hasta el amanecer. 

   Antes de que el sol saliera, nos despedimos del maestro, le dimos las gracias y nos marchamos en la noche de tormenta con la promesa de regresar.    






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